Estamos en la oficina de un rascacielos con vistas privilegiadas sobre Manhattan. Tras una gran mesa direccional de tubo de acero inoxidable y sobre de ébano pulido, un jefazo se arrellena en su butaca tapizada en piel color burdeos mientras fuma un habano y se deleita con un buen whisky. Wall Street, finales de los ochenta… la que se va a liar.

Wall Street

Se trata de Gordon Gekko, el protagonista de la cinta Wall Street que dirigió el efectista e imprevisible Oliver Stone en 1987. Detrás de los buenos modales, la camisa azul y los tirantes del ejecutivo neoyorkino se esconde un tiburón de la peor especie, capaz de vender a su abuela para cerrar un negocio y obtener un beneficio rápido.

“Un tonto y su dinero no están justos mucho tiempo”

“La codicia es buena” les dice a sus colaboradores que envidian su capacidad de predicción, su vista de águila para los negocios y su chulesca falta de escrúpulos. “Un tonto y su dinero no están justos mucho tiempo”, añade a sus jóvenes admiradores.

Los sets de la película documentan primorosamente la ambientación de un despacho de yuppies, brokers norteamericanos en plena era del pelotazo cortoplacista que nos habían de llevar a la crisis del 2008 veinte años después. De aquellos polvos, estos lodos.

La mesa de Gekko en Wall Street

Pero detengámonos un momento en la mesa de Gekko, interpretado magníficamente por Michael Douglas. ¿Qué vemos allí? De entrada, una batería de ordenadores de pantalla de tubo y pixels verde fosforescente que nos sitúa de golpe en la época en que transcurre la historia. El propio escritorio, heredero retorcido y suntuoso del racionalismo de la Bauhaus mal digerido, nos habla de una modernidad entendida bajo el filtro de la opulencia. Las lámparas de sobremesa en forma de ovni, el cenicero modelo plaza de toros y la centralita telefónica personal nos informan del carácter avasallador del sujeto. Pero, además, vemos pequeños detalles, como el reloj de arena, el Dupont de oro o la esfera de cristal, que remiten a los atributos mitológicos de los dioses olímpicos. El espacio y las ventanas nos recuerdan quién manda allí. El atrezo no entiende de casualidades.

Wall Street

Capitalismo salvaje

En contraste con el despacho del jefe, las reducidas y atiborradas mesas de los brokers, como el joven Bud Fox, recuerdan las masivas oficinas abiertas e impersonales que eran la solución común en todas las empresas del mundo civilizado desde los albores de la industrialización. La disciplina de la jerarquía vertical está asegurada bajo los fluorescentes gélidos del open space. El estrés y la caspa se dan la mano.

Wall Street

Podemos deducir, viendo el despacho de Gekko, que el capitalismo salvaje es feo en todas sus dimensiones, incluida la estética. Jugar al póker en el mercado de valores con las cartas marcadas es de mal gusto y, en consecuencia, el entorno del tahúr necesariamente debe reflejar esa pobreza moral revestida de falsos atributos de poder. “Menos para los demás es más para mí” debía ser el lema del briefing que recibe el interiorista de las oficinas de Wall Street (en esta ocasión, el director de arte Stephen Hendrickson). Y Gordon Gekko remata, dando una calada a su habano: “Si quieres un amigo, cómprate un perro”.

TEXTO MARCEL BENEDITO. 
FOTOGRAFÍA 20TH CENTURY FOX