La aparente humanización del loft cool de esta historia convive con una pérdida de valores que tiene desconcertados a los que trabajan ahí, frente a un anticuado y confianzudo becario que ha cumplido los setenta y está al cabo de la calle de moderneces. Inquietante moraleja con bicicleta incluida…

the intern

La bicicleta que lleva Anne Hathaway en “The intern” (El becario, Warner Bros, 2015) es mucho más que el vehículo de un gag en el que su asistente se ve obligada a corretear atribulada por los pasillos de la oficina tomando nota de sus instrucciones. Es un símbolo. Es, ni más ni menos, que el fetiche de una nueva forma de entender el mundo del trabajo frente al arcaico, convencional y encorbatado concepto que tiene el personaje de Robert de Niro en la historia. Un hombre jubilado y viudo que accede a un trabajo menor en una startup de moda online como consecuencia de un programa de reinserción social.

La bicicleta, y el propio open space del loft neoyorkino donde se ubica la empresa (por cierto, disponible en este mismo momento para su alquiler), son los atributos visibles de una generación acelerada, despersonalizada y embriagada de inputs digitales que, según los guionistas, no acaba de pisar la realidad del mundo exterior. De Niro, desubicado entre jovencitos tecnológicos, encarna, por el contrario, los valores inmarcesibles de las relaciones humanas tradicionales. La joven ejecutiva va descubriendo, a medida que avanza la historia, que el  viejo becario posee más sabiduría colgada de la mochila de su vida que todos los millennials que la rodean, juntos. Al final, adoptará el papel de la nieta desnortada que llora en los hombros de su abuelo (tampoco está tan mal dejar unos mocos en los hombros de Toro Salvaje).

the intern

El mensaje de la historia, levemente nostálgico, ligeramente romántico y un pelín tradicionalista (eufemismo por no querer hacerle pupa) representa la confrontación de dos estilos de vida. Y, a pesar de la inevitable moralina hollywoodense, también ilustra, sin querer pero con simpatía, cierta ambigüedad propia del mundo del trabajo actual.

La ambientación amable cercana a la atmósfera de un típico loft de Brooklin, propia de una oficina contemporánea, con espacios acristalados, vistas a la ciudad, suelos de cemento, montacargas y lámparas industriales, se corresponde a lo que entendemos por un workplace agradable, orientado a la colaboración y pensado para las personas. Sin embargo, éstas parecen un poco absorbidas por sus pantallas, infelices sin los valores que poseía la generación anterior.

Es como si quisiera indicar que la nueva generación ha vendido su alma al diablo a cambio de un espacio de trabajo aparentemente más humano pero, en el fondo, tan despiadado o más que el de los años 50. Apenas se salva del proceso de alienación del grupo la secretaria dicharachera, y para demostrarlo la pintan con una mesa repleta hasta arriba de papeles y trastos. Papeles contra bits. El poder oculto de la rebeldía contra la tecnificación.

Desde la bicicleta hasta las camisas abotonadas, la historia está llena de clichés. Pero la moraleja final, sobre el poder d la experiencia, no deja de reflejar cierta desconfianza a los modernos espacios de trabajo que tal vez, sólo tal vez, puede estar ensombreciendo el espíritu de la gente joven. Trabajamos en un espacio guay, parecen pensar todos apretaditos con sus ordenadores. Pero… ¿valía la pena el cambio?

TEXTO MARCEL BENEDITO
FOTOGRAFÍA CORTESÍA WARNER BROS